Exceptuados
el calamitoso Sarkozy y el por ahora insípido Macron, los presidentes de la V
República Francesa acostumbraban a perseguir la posteridad con obras grandiosas
que ampliasen el catálogo de postales de París. Lo hizo Charles de Gaulle
bautizando con su propio nombre la Plaza de L’Étoile; lo hicieron Giscard
d’Estaing y Georges Pompidou con el sorprendente centro artístico que luce el
nombre de este último; y lo hizo sobre todo François Mitterrand con el Arco de
la Défense y la Pirámide del Louvre. Todo muy napoleónico.
Modestamente,
también muchos alcaldes y alcaldesas tienen su propia vena bonapartista y dejar
su huella quisieran en el entorno que gobiernan a través de pequeños signos
urbanísticos que los hagan trascender: un tranvía por aquí, un parque y un
polideportivo por allá o unos colorines acullá. Pero lo que no desentona en la grandeur francesa porque su capital es
mucho más que un detalle, por epatante que sea, en nuestras localidades menores
esa marca no es otra cosa que la ausencia de un plan para la ciudad. Me refiero
a un plan general y a medio o largo plazo, que es como verdaderamente se
construyen o transforman las ciudades. Tal y como deberíamos estar haciendo en
estos precisos momentos de incierto porvenir cuando es preciso apostar por
nuevos o por caducos modelos. Un modelo en definitiva, no una intervención.
Quiere
ahora el alcalde Díez decorar la Avenida Ordoño II al modo de la Oxford Street
londinense. Quizá sea un alcalde más pop que neoclásico, más anglo que franco.
Pero si el modelo que ha elegido para la ciudad es el de la estética pop,
hágase un planteamiento ambicioso y extiéndase ese estilo sin limitarlo a un
único enclave aislado. Al menos, démosle la vuelta a la fealdad urbana con una
paleta de color, digan lo que digan los monocromos aburridos, y seamos
arriesgados hasta hacernos valer aún a costa de varapalos y monsergas. De no
ser así, lo que nos espera, volviendo sobre lo francés, será permanecer
eternamente en la mineur.
Publicado en La Nueva Crónica, 17 mayo 2020
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