Blog de Ignacio Fernández

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viernes, 31 de octubre de 2025

Más derechos con un convenio colectivo

            En tiempos de obviedades y de paradojas como los presentes, enunciar de nuevo el derecho a la negociación colectiva en sectores desamparados se convierte en una demanda clave. No debiera ser así, es algo que tendría que suceder de suyo, aunque nunca ha sido tal, ha habido que pelearlo y continúa siendo necesaria esa pugna, más aún si atendemos a la regresión social y democrática que nos amenaza. También si lo hacemos a las nuevas realidades del trabajo que se advierten en esta edad histórica.

 

            Es verdad que en el ámbito de los archivos algo se ha movido, con timidez, y algo se mueve, aunque no siempre acabe de cuajar, y de ahí la necesidad de insistir en ese objetivo: regular y dignificar a través de un convenio sectorial este oficio y todas las figuras que lo desarrollan. Artículos de opinión se han escrito de forma regular en publicaciones de ese campo acerca de esta necesidad. Acciones vanguardistas, podríamos decir, han conseguido conquistar posiciones en casos concretos en el País Vasco, aunque sólo fuese a través de la extensión de otros convenios o con el sectorial para gestoras/es de información y documentación en Guipúzcoa.  Más recientemente, en la primera mitad de este año y en un terreno algo más práctico, el sindicato LAB ha emprendido acciones en la Comunidad Foral de Navarra en tal sentido, tratando de implicar en ello tanto a empresas como al Gobierno autonómico. No inventamos nada nuevo, por tanto, escribiendo acerca de esta materia y exhortando con ello a la acción.

 

            Observemos, para empezar, que la mayor parte de archiveros y archiveras ejercen su labor en el ámbito público, son empleados públicos. En consecuencia, cuentan ya con un marco de relaciones laborales, en algunos casos con derecho a negociación, el personal laboral, y en otros con acomodo a acuerdos generales y legislación también general, el personal funcionario. Dentro de ese marco, existen órganos de representación, negociación y gestión para el conjunto de trabajadores y trabajadoras. Cuestión distinta es el grado de participación en todo ello de aquellos de quienes aquí tratamos. No entraremos ahí.

 

            Diremos, pues, que lo público debiera ser un tractor para lo privado, máxime cuando se generaliza en el ámbito de las administraciones públicas todo tipo de externalización de servicios. En esa senda, debieran ser dichas administraciones las primeras interesadas en las buenas prácticas laborales, reclamando un mínimo de formalidad y combatiendo lo anómalo y, en la medida de lo posible, valorar la existencia de un convenio colectivo en las licitaciones, tal y como nos sugiere Antonio David Bening Prieto en su artículo “La contratación pública como herramienta de mejora de las condiciones laborales: posibilidades, límites y limitaciones”[1].

 

            Aunque sean expresión de vida, la diversidad de asociaciones profesionales y su gran dispersión territorial supone una debilidad para lo que aquí tratamos. Su papel habría de ser en todo caso el de empujar a favor de obra. Esa obra, no lo ignoremos, corresponde a las organizaciones sindicales, a las empresas y, como antes hemos sugerido, a las administraciones. Encajar en esa construcción la diversidad y la dispersión debiera ser el primer paso. Implicar a los agentes sociales el segundo. En dicho andar, la intervención militante y afiliativa es, a nuestro modo de ver, capital, porque también sindicatos y empresas requieren impulso interno para extender el mapa de la negociación colectiva. No es que no mame quien no llora, pero bueno es hacerse notar. La iniciativa antes citada del sindicato LAB no nació por generación espontánea.

 

            En cuanto al espacio privado, existe así mismo una gran variedad de centros de trabajo y de actividad. Pensemos que a los tradicionales archivos, bibliotecas, centros de documentación, museos, etc. se han sumado, y se sumarán más en el futuro, empresas multiservicio que son las que precisamente ejercen en un doble flanco: el de la iniciativa privada propiamente dicha y el de la contratación de servicios desde lo público. A todo ello habría que dar respuesta conveniente. Sobre todo, porque en este último eslabón la precariedad es la norma.

             Aspirar a conseguir un convenio sectorial general de ámbito estatal parece excesivo, en parte por cuanto ya hemos señalado y en parte porque no es una costumbre muy común. Hacerlo, en cambio, en espacios territoriales concretos es mucho más factible, tal y como hemos visto en los casos del País Vasco y de Navarra. Por último, llevarlo a cabo en una comunidad como Castilla y León, tan exigida por elementos de cohesión, es un auténtico desafío al que no se debería renunciar. Tengamos en cuenta que es ésta una comunidad donde la negociación es fundamentalmente provincial porque así lo determinan, sobre todo, sus organizaciones empresariales. Romper dicho marco tan local constituiría también una doble conquista.

 

            En fin, si toda esta argumentación no ha resultado suficiente, echemos mano de un título revelador, el del artículo de Luis Martínez García: “Archiveros en el laberinto. Una profesión en permanente búsqueda de su identidad”[2]. Posiblemente, si el sector estuviera ordenado laboralmente, contaría con una inquietud menos en dicha búsqueda.



[1] TRIA 27. Revista Archivística de la Asociación de Archiveros de Andalucía.

[2] TRIA 27. Revista Archivística de la Asociación de Archiveros de Andalucía.

 

Publicado en la revista Archivamos 03 2025

domingo, 26 de octubre de 2025

Prevención

Prevención del cáncer, prevención de los incendios forestales, prevención de riesgos laborales, prevención del acoso escolar… Todo es prevención, hasta el punto de que la palabra se ha convertido en un comodín que, cuanto más se repite, más pone de manifiesto el déficit en todo tipo de mecanismos previsores. Obsérvense los sintagmas de cabecera y con sólo un pequeño repaso a la actualidad sacarán sus propias conclusiones. La mía es sencilla: ojalá funcione adecuadamente la segunda parte del refrán que afirma que más vale prevenir que curar. Sucede lo mismo con la policía o con los árbitros: cuanto menos se les nombre tanto mejor para la convivencia ciudadana y para cualquier competición deportiva. Si la prevención, la policía o el árbitro son los protagonistas de la noticia, démonos por perdidos.

 

La prevención es ante todo una declaración de intenciones, por sí sola no sirve para nada e, introducida en un discurso, es pura retórica. Gana utilidad cuando es ley y reglamento; e incluso así, si hablamos de materias como las arriba señaladas u otras semejantes, su eficacia es dudosa si no se acompaña de herramientas, presupuesto y evaluación. Eso sí, en general todos nos declaramos previsores. Lo contrario sería una imprudencia. Sin embargo, lo imprudente, de lo que poco se habla, es común, más de lo que parece, y se descubre bajo todas y cada una de las declaraciones preventivas a las que vengo refiriéndome: como poco, ha habido y hay imprudencia, si no insensatez, en los cribados de cáncer, en los fuegos desbocados, en los accidentes de trabajo y en los suicidios de adolescentes acosadas. Conviene, pues, hablar más de los irresponsables que de los precavidos. La realidad sería más nítida.

 

El lenguaje, como se ve, tiene importancia porque describe la realidad o la modifica a conveniencia. Por eso, frente a la manipulación, nada nos previene más que un buen uso de la palabra y un buen conocimiento de la lengua con la que nos comunicamos. No se lleva, es verdad, pero cura.

 

Publicado en La Nueva Crónica, 26 octubre 2025

domingo, 19 de octubre de 2025

Galias

            Todo era más sencillo de comprender en tiempos de Astérix y Obélix. Aparte de que se dopaban legalmente con pócimas mágicas y de que se alimentaban a base de jabalíes, sus adversarios, los romanos, eran externos y además estaban locos. O no tanto. Podemos contrastar la visión que nos proporcionaron Goscinny y Uderzo con la que, más dramático, nos brindó Julio César en La guerra de las Galias y, seguramente, tendremos un juicio un poco más equilibrado.

 

            No como ahora, que, según dicen, no hay quien se aclare con lo que sucede en Francia. Hay quien, no sé por qué, me pide opinión al respecto, quizá por mi francofilia declarada, e incluso mi amigo Christophe Dubois me sugiere que elija uno de entre los siguientes adjetivos para definir el panorama de la política francesa: esperpéntica, grotesca, extravagante, disparatada, desatinada, ridícula, tragicómica, lamentable, deprimente, afligente, desoladora, lastimosa… También los franceses dudan de sí mismos y no es para menos.

 

            Porque Francia, a pesar de todos sus oropeles, o quizá por eso mismo, siempre despista. Nunca es lo que parece o lo que, merced a lugares comunes, suponemos que parece. ¿Acaso nos cuadra en su modelo de cortesía ¡ah, la politesse! la historia terrible de Gisèle Pelicot? ¿No fueron los educados servicios secretos franceses, gobernados por Mitterrand, los que hundieron el Rainbow Warrior en las costas de Nueva Zelanda por asomarse a sus experimentos nucleares? ¿No fue Francia, en 1981, el último país de la Europa civilizada en abolir la pena de muerte? ¿No ganó De Gaulle las elecciones que siguieron a las revueltas del utópico y fracasado mayo de 1968? Eso es Francia: un país eternamente embebido en La Marsellesa, que en verdad sólo les sirve para incrementar su fervor futbolístico. Encima, el París Saint-Germain, entrenado por un tal Luis Enrique, ganó la última Liga de Campeones.

 

            De modo que no, no hay quien lo explique. Como los sentimientos. Si acaso Georges Brassens: il n’y a pas d’amour heureux.

 

Publicado en La Nueva Crónica, 19 octubre 2025

domingo, 12 de octubre de 2025

Berrea

 

            Parece estar de moda eso del turismo de naturaleza. Sí, también ese tipo de turismo. Y entre las prácticas que se frecuentan en tal sentido figura la de asistir a la berrea de los ciervos, fisgar en su periodo de celo, escuchar sus bramidos y observar sus luchas rituales como demostración de poder. Cosas de machos en pleno esplendor.

 

            Pero, bien pensado, no es necesario llegar hasta esos montes donde reinan los ciervos para sentirse en pleno estallido machista y ultramontano. No, basta con observar a los muchachos del entorno, conocer su pensamiento y confirmar algunas de sus costumbres más básicas. Numerosos informes alertan últimamente sobre todo ello. Por ejemplo, que siete de cada diez chicos de entre 12 y 21 años teman ser acusados injustamente de acoso sexual o violencia de género o que un 30% de ellos minimicen el hecho de amenazar o pegar a su novia en alguna ocasión. También que los varones de entre 18 y 44 años muestren una visión de la Hacienda más negativa que el resto de la sociedad e incluso que el grupo de hasta 24 años sea el más indulgente ante las trampas fiscales; a propósito de los impuestos, vienen a decir que “son algo que el Estado nos obliga a pagar sin saber muy bien a cambio de qué”. Y, así mismo, el incremento del consumo de testosterona o que sean los varones menores de 30 años quienes alimenten el voto de la extrema derecha en los principales países europeos, también por supuesto en España.

 

            En suma, da la impresión de que vivimos en plena berrea. Ojalá que estacional, como la de los cérvidos, porque, de no ser así, tendremos un problema, lo tendrán y lo tienen ya ellos mismos. Seremos atrevidos y pensaremos que, junto a otras endebleces, también sobre esos cimientos de cemento aluminoso se levanta el edificio de la crisis de los veinte, esa crisis de infelicidad que se apodera de los jóvenes, en este caso sin importar el sexo, cuando la suya debiera ser una época de euforias. La duda está en saber si la berrea es síntoma o consecuencia.

 

Publicado en La Nueva Crónica, 12 octubre 2025 

domingo, 5 de octubre de 2025

Efectos

            En mi viaje por Senegal durante el pasado verano pude comprobar que, ciertamente, sus principales ciudades estaban empapeladas con vistosos carteles en los que destacaba el lema “efecto llamada”. Se referían a la oportunidad de viajar a España para beneficiarse del ingreso mínimo vital y animaban a la población senegalesa a poner su vida en juego para alcanzar tan suculenta recompensa.

 

            Si esta información que yo comparto aquí gentilmente a través de una columna miserable en un periódico de provincias apareciese, qué sé yo, en una canal de YouTube o en un post de una red social, estoy seguro de que inmediatamente, sin contrastarse, sería difundida, para fortalecer su oratoria, por hombres y mujeres de buen pensar como Feijóo, Garamendi, Orriols o Nogueras (a otros del más allá ni los cito). Son gentes entendidas que saben lo que dicen. Sobre todo cuando se refieren a trabajo y a emigración. Cuando uno no ha dado un palo al agua y ha disfrutado de una vida acomodada sabe perfectamente de lo que habla, no hay duda.

 

            Pero, volviendo sobre Senegal, curiosamente no encontré allí carteles que sugiriesen el “efecto huida”. Tampoco en España. Unos huyen de la miseria y otros de la cultura del esfuerzo que al parecer solo retribuye debidamente a Carlos Alcaraz. Unos huyen del hambre y otros de jornadas laborales interminables y horas extra no computadas. Unos y otros muestran actitudes, con C, diferentes pero conciliables. Sólo es cuestión de combinar efectos.

 

            Los arriba citados saben también de lo que hablo porque son efectistas, aunque miren para otro lado e inventen una realidad a su medida. Su efectismo, como dice la Academia, consiste en emplear procedimientos o recursos para impresionar fuertemente el ánimo, es decir, falsedad, miedo, recelo, racismo, desprecio y frivolidad. Su problema es que ignoran los efectos secundarios de sus discursos y de sus políticas, por lo general mucho más perniciosos y perdurables que la enfermedad de origen que ellos arrastran y contagian.

 

Publicado en La Nueva Crónica, 5 octubre 2025