En fin, leyendas bíblicas y presunciones de inocencia aparte, yo admiro a los culpables. En ellos, sin excusas, habita la verdad. En un mundo de falsedades, quien hoy se declara culpable es un héroe, o un antihéroe, tanto da, su osadía le convierte en un ser a tener en cuenta muy por encima de quienes, casi todos, se suman a la legión de inocentes. Son un modelo a seguir. Porque frente a ellos, si examinamos nuestra propia existencia y todos sus alrededores, no encontramos más que argumentarios y alegatos repetidos para demostrar una pureza que nunca es tal. Ante los padres, ante las parejas, ante los compañeros, ante la justicia, ante los medios de comunicación, ante el confesor, ante los psicólogos, ante la policía, ante la médica de guardia, ante el interventor del tren, ante el árbitro, ante la funcionaria de hacienda… nuestra vida es un continuo devenir de excusas y coartadas para demostrar la inocencia. Y, sin embargo, ¡cuánto mejor sería declararse culpable! Es el razonamiento definitivo para zanjar toda discusión o conflicto. No admite refutación.
Por señalar una sola vileza, yo confieso que soy culpable de que no me gustaran ni Robe Iniesta ni sus canciones. Ni me pongo de lado ni voy a sus homenajes ni me sumo a cuantos, de repente, eran admiradores suyos de toda la vida. Reconozco mi culpa frente al gusto de las mayorías y soy un infractor de esa ley no escrita que arrastra las masas hacia los finales felices. Por lo general, inventados y fáciles de olvidar. Basta con tener la conciencia tranquila, que es otra disculpa habitual para garantizarse la candidez y un sueño placentero.

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