Hay versos que son como un certero cuchillo
para la placidez de nuestra existencia. Entre los más afilados deberían
incluirse los escritos por el Premio Cervantes del año 2009, el poeta mejicano
José Emilio Pacheco: “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los
veinte años”. Y tal vez sea así en verdad, aunque la contundencia de la lírica
no siempre case fielmente con la letra pequeña de la modesta realidad. De
hecho, entre los apocalípticos y los integrados, como los nombraría Umberto
Eco, se extiende todo un álbum de comportamientos que demuestran que no siempre
se produce un resultado fatal y plano. Incluso hay quienes mantienen una
continuidad, lírica también, asombrosa; Serrat, sin ir más lejos: una canción
suya se hace eterna, casi sin enmienda, merced al simple truco de temporalizar
su estribillo, desde el Ara que tinc vint anys hasta Fa vint anys que tinc vint anys para desembocar finalmente en Fa vint anys que dic que
fa vint anys que tinc vint anys. El resto
del contenido no le merece enmienda alguna, tal vez porque no le haga ninguna
falta.
En fin, escriban lo que escriban los poetas y
con el respeto que nos merecen, es cierto que la primavera engaña. También la
de nuestras vidas. Seguramente no hemos cambiado el mundo, tal y como
pensábamos entonces, y con bastante probabilidad será el mundo el que nos habrá
cambiado a nosotros. Otra cosa es hasta qué grado, hasta dónde llega el
desclasamiento y las renuncias que eso comporta. Y lo mismo ocurre con las
primaveras revoltosas tan de moda en la historia más reciente, esos estallidos
de color y de rebeldía que se veneran desde la distancia y que al final
resultan tan efímeros como la luz y la ebullición de la primavera estacional.
Siempre fue ésta una estación condenada a generar tanta ilusión como resultados
frustrantes, desde mayo del 68 hasta la primavera de Praga o la revuelta de la
Plaza de Tiananmen en 1989, todos ellos acontecimientos floridos donde los
hubiera. Por el contrario, sin entrar en valoraciones, no ha sucedido así con
las llamadas revoluciones por antonomasia, sucedidas siempre en épocas del año
mucho menos vistosas: julio para la revolución francesa, octubre para la
soviética y enero para la cubana; incluso la batalla de Yorktown, colofón de la
revolución independentista americana, tuvo lugar en el otoño de 1781.
De modo que, junto a las curiosas prevenciones
lingüísticas expresadas por otro poeta noble, Antonio Gamoneda, en este mismo
soporte (http://tamtampress.es/2013/07/23/gamoneda-hay-que-tratar-de-socavar-mas-los-cimientos-del-neocapitalismo/), conviene también estar muy atento al calendario en estos
años de transición hacia la edad poscontemporánea. Es verdad que vivimos y
viviremos tiempos de rebelión más que de revolución; pero no tanto por el
“carácter sangriento” de estas últimas, como señala Gamoneda, sino por lo
primaveral de esos movimientos que, por otra parte, no dejan de estar
terriblemente ensangrentados, según podemos constatar sobre todo en las
llamadas primaveras árabes. Porque las
cosechas y las vendimias corresponden a otras estaciones diferentes, mientras
que la primavera apenas si es sólo un estadio pasajero hacia ese final, por más
que nos perturben el juicio sus excesivos colores y aromas. En suma,
contrariamente a lo opinado por Gamoneda, nos parece que ponderar la rebelión
por sí misma, despreciando a la vez los términos revolucionarios, es como
volver a la época de los jipis y sus alegres floripondios. Seguramente, a nadie
mejor que a ellos podría aplicárseles los versos desoladores de José Emilio
Pacheco.
Publicado en Tam-Tam Press, 11 agosto 2013
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