Sólo los muy ingenuos o los cretinos a secas
pueden suponer, o decidir sin más, que el caso Snowden y todo su envoltorio no
tienen nada que ver con ellos, que es una especie de novela de espías o de
película a la que asisten como simples espectadores. Sin embargo, lo más
probable es que las revelaciones del antiguo
empleado de la Agencia Central de Inteligencia y de la Agencia de Seguridad
Nacional estadounidenses apenas sean una pequeña porción de los desvíos a que
ciertos avances tecnológicos nos someten y nos someterán en el futuro inmediato
todavía más. En realidad, ser espiados es un asunto tan viejo como los clanes,
las tribus, las naciones o los estados, según su evolución histórica. Lo
novedoso es la universalización de ese proceso, la intromisión en la intimidad
indiscriminada y el control social que eso permite bajo el pretexto, dicen, de
la seguridad.
De otro lado, muchos son, especialmente
jóvenes, los que se felicitan por un invento como la triple w y sus redes, que identifican sin escrúpulos como una
conquista para la libertad y para el conocimiento. No vamos a negar aquí las
virtudes de este instrumental (de hecho, merced a él estamos difundiendo este
mensaje), pero convendría no ignorar que poco bueno, dicho en absoluto, puede
esperarse de la ingeniería militar. Al fin y al cabo, en sus orígenes
encontramos a la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa,
también estadounidense, y la verdad es que hay que ser bastante conspicuos para
pensar que con tal matriz genética el resultado vaya a ser una gentileza para
la humanidad; por mucho que su uso generalizado parezca haberlo vestido de
democrático. Lo mismo que podríamos decir de otros artificios convertidos hoy
en nuestros imprescindibles periféricos, que facilitan en apariencia nuestras
comunicaciones, sí, pero que son todos ellos impulsados desde las
multinacionales menos generosas con lo que podríamos llamar el bien común. O,
en fin, ciertos avances farmacéuticos y científicos teledirigidos no
precisamente hacia lo universal y lo genérico, a pesar de que al final de la
cadena alcancen al común de los mortales o a una parte privilegiada de ellos.
Así que la edad poscontemporánea será
tecnológica sin duda, lo mismo que para la contemporánea los procesos
industriales fueron uno de sus rasgos definidores. Pero como entonces tampoco
ahora debería serlo a cualquier costa: bien conocemos las consecuencias de
algunos errores habidos en esa fase histórica. Por eso mismo, no deberíamos
comportarnos como simples consumidores estupefactos ante los progresos o como
individuos ajenos a sus aberraciones. Mejor sería alertar y alertarnos acerca
de todo ello, como hace el economista precursor de la teoría del decrecimiento
Serge Latouche: “Queremos una moratoria, una
reevaluación para ver con qué innovaciones hay que proseguir y qué otras no
tienen gran interés. Hoy en día se abandonan importantísimas líneas de
investigación, como las de la biología del suelo, porque no tienen una salida
económica. Hay que elegir. ¿Y quién elige?: las empresas multinacionales”.
Claro que una moratoria para pensar y tomar
decisiones políticas al respecto nada tiene que ver con el estrangulamiento,
vía presupuestos, de todo el aparato científico e investigador como está
ocurriendo en España. Eso se llama liquidación o suicidio.
Publicado en Tam-Tam Press, 5 septiembre 2013
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