Más
que de unión y de igualdad, se habla con insistencia en la vieja Europa de
patrias y de fronteras. Sucede en la lejana Ucrania y produce pavor. Pero
también en las civilizadas Alemania y Bélgica con sus expulsiones de ciudadanos
comunitarios. Así mismo, en las alambradas infames de Ceuta y de Melilla, en
las disputas sobre referendos y derecho a decidir y, en fin, hasta en este León
melancólico que mira treinta años atrás hacia una manifestación perdida en el
tiempo.
Conviene,
pues, preguntarse por eso de las patrias para ver si hay alguna luz en este
concepto tan manoseado como poco preciso.
Que
se sepa, patria básica, primera y elemental para todos los individuos sólo hay
una: la cama. En ella soñamos y en ella amamos, es decir, es el lugar íntimo
donde compartimos nuestros sueños y en ello crecemos. Por ese motivo, nada hay
más doloroso que ser arrojados de la casa, privados del techo y echados de la
cama para convertirnos en desahuciados. En segundo lugar, más compleja y menos
plácida, patria debiera ser el trabajo digno y en condiciones: del mismo modo,
por ejemplo, que para el escritor el papel es el soporte sobre el que construye
mundos y diseña realidades, así trabajadores y trabajadoras levantamos proyectos
de vida y contribuimos al progreso de las sociedades. Mas, cuando el trabajo es
escaso y carece de valor y de precio, entonces nos convertimos en expatriados,
individuos obligados a malvivir fuera de la patria.
El
desahucio y la expatriación explican mucho de cuanto nos ocurre. Si alguien se
pregunta por la falta de acción de los millones de personas paradas y de las
miles desahuciadas, la respuesta no es otra que la imposibilidad, privados de
sus vínculos de pertenencia esenciales, para identificarse con propuestas de
más altura. Sólo así, conscientes de esta realidad, superaremos juntos tanta
depresión, tanta frustración, tanto inmovilismo, y podremos por fin
identificarnos con iniciativas comunes que nos permitan compartir un día otras
patrias.
Publicado en La Nueva Crónica, 8 abril 2014
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