En
esto consiste desmayarse y en ese estado se encuentra la universidad española
(probablemente también la europea), si bien es cierto que lo suyo es mucho más
que un soponcio, es decir, que supera cum laude el simple síncope de duración breve. Lo resumía hace escasas fechas el
filósofo José Luis Pardo, para quien “en España continúa
gestándose políticamente un programa que lo que realmente pretende es que haya
menos Universidad y que sea menos pública, que el conocimiento sea cada vez más
superficial y sus portadores cada vez más adaptables, más manipulables y, como
consecuencia, más infelices”.
Obsérvense los adjetivos elegidos por el
ensayista: superficial, adaptable, manipulable e infeliz. Los cuatro nos refieren
a este nuevo tiempo poscontemporáneo del que nada escapa, ni siquiera el
conocimiento y sus templos.
Todo
empezó hace décadas con la multiplicación de campus, más bien motivada por
razones políticas provincianas que por la descentralización del saber, el cual,
surtido de un adecuado sistema de becas, hubiera llegado por igual hasta los
últimos terminales del aprendizaje. Le siguió después la apertura a la
iniciativa privada, esto es, a la mercantilización de títulos en la mayor parte
de casos, que nos ha conducido hasta el absurdo de que una región como Castilla
y León cuente hoy con cuatro universidades públicas y otras cuatro privadas,
más las fórmulas a distancia. Vino a continuación Bolonia y la implantación de
los modelos empresariales, para quienes el conocimiento es sólo una utilidad
técnica al servicio del aparato productivo sin más consideraciones. Casi en
simultáneo llegaron las crisis y sus ajustes, lo que condujo a la promoción de
jubilaciones, a la no renovación de plantillas y a la subida de tasas
académicas junto a los nuevos planes y tiempos de estudio, o sea, el grado y el
máster. En suma, toda una construcción que, en realidad, no es otra cosa que
una destrucción al servicio una vez más de las élites.
Evidentemente,
no era soportable la universalidad del acceso al conocimiento y que ello
permitiera una movilidad social excesiva e impropia para los poderes
conservadores. Fue bonito que el hijo del obrero llegara a la universidad, pero
hasta cierto punto. Para evitar la igualdad, que ya no se lleva, se inventaron
los viejos másteres y los cursos de excelencia a precio de mercado (ya se sabe:
talón de papá o crédito bancario). Cuando esto no fue suficiente, vinieron los
grados como una prolongación de las enseñanzas medias que, en el mejor de los
casos, habilitan para una oposición a funcionario, y que ahora buscan reducir
todavía más su duración. Y, claro, quien pretenda ser algo más que un
despreciable empleado público que se pague los postgrados y doctorados o que se
matricule directamente en una universidad privada. No otra es la consigna.
La
cuestión ahora es si importa a alguien la universidad pública. Parece evidente
que no a los gobiernos; da la impresión de que no mucho a la comunidad
universitaria, perdida en la gestión de las estrecheces, en el feudalismo y en
superar la vieja endogamia. Y, por supuesto, casi nada al común de los
mortales, salvo para que Ponferrada clame por la marginación del Bierzo en el
mapa regional de carreras. En suma, todo ello nos muestra el escaso valor que
el conocimiento tiene en esta edad recién estrenada. Sobre todo en algunos
rincones del planeta, donde todavía resuena la barbaridad de uno de los genios
del franquismo: “menos latín y más deporte”.
Publicado en Tam Tam Press, 21 agosto 2014
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