Confieso
que me sorprendió darme de bruces con la noticia, recogida aquí hace unos días,
de que acaba de editarse el libro Ágora de la poesía. La razón de mi asombro es doble.
De un lado, porque la esencia de esos encuentros poéticos callejeros, conocidos
con el mismo nombre, reside precisamente en su comunión pública, en lo que se
supone que es una emoción compartida desde la recitación en un espacio abierto
como el que al efecto escogieron sus animadores. Desde mi posición, también
aquí defendida en otro momento, de que el espectáculo, el happening, la
performance o lo que sea están reñidos con la íntima naturaleza lítica, pues
responden a otras intenciones, respeto no obstante que cada cual elija el
escenario que mejor prefiera para la poesía, y allá cada cual con esa decisión
y sus regustos. Ahora bien, y de ahí la segunda razón de mi estupor, lo que
confirma hasta dónde es de pretenciosa la idea, o su atrevimiento, es el salto
al papel, como si no hubiese suficiente papel poético editado por y para los
sillones orejeros.
De
manera que así como hay un vértigo en el sucederse de acontecimientos y
noticias, condenadas al rápido olvido por la serie desenfrenada de sucesos y
novedades puestas al servicio del espectador consumista, el envés de esta
realidad nos lo muestran esos otros devoradores de canales, formatos y
herramientas para hacerse omnipresentes sin que les importe las cualidades
naturales o el ritmos de las cosas. Después de un corto embarazo de 18 meses ya
podemos tener en nuestras manos el primer advenimiento de los poemas orales
hechos materia. Y al séptimo descansó.
No
cabe duda de que ésta es una edad vertiginosa. A finales de mes habrá un nuevo
jueves verde, pero padres y madres habrán olvidado ya el olor nauseabundo de
los gusanos y estarán a otras cuitas. Asunto archivado. Y sanada, por fortuna y
a pesar de los consejeros de sanidad, Teresa Romero de su mal africano, nadie
ha vuelto a ver el virus en la portada de ningún diario. Son ejemplos como
cualquier otro. Al cabo, además del Ágora,
sólo permanece entre nosotros la corrupción, que será perenne, y la licuación
de las ideologías. Esto último no deja de ser también producto del vértigo.
Nunca
se conoció nada igual por estos pagos, luego debe ser así mismo cosa de la
época: la imparable progresión de un partido sin programa político conocido a
punto de hacerse con el Gobierno. O este país está escacharrado, lo cual es muy
probable, o estamos ante una nueva transustanciación poética. O ante otra
expresión del devenir imparable del escaparate de novedades de los grandes
almacenes. Hace años en realidad que tuvo inicio en todo ámbito esa carrera en
pos de la eterna juventud y tiempo llevamos en la pugna con las viejas
esencias. Lo asombroso ahora es la facilidad con la que calan los mensajes
tópicos, sean del signo que sean, innovadores o ancestrales, y la mansedumbre
con que todos asumimos aquello que, por lo común, cuesta décadas construir o
destruir. Ése es el riesgo y ése es el vértigo: que como llega, se va. Es la
condición de la velocidad contra la que también en este índice nos hemos
pronunciado. Seguramente en balde.
Lo
cual que el vértigo permanecerá inalterable en el diccionario de la edad
poscontemporánea. No ocurrirá como a la flamante edición del de la Academia,
apolillado a los pocos días de su nacimiento por causa de olvidos, protestas y
otros defectos de fábrica tan vetusta. Es decir, tan poco acorde con el frenesí
irreflexivo de este tiempo
Publicado en Tam Tam Press, 13 noviembre 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario