En
esta semana, que concluirá con los acordes de una sardana, oportuno parece
pensar un poco en eso de las regiones como un elemento más de la desigualdad
que nos crece. Entiéndase, digo regiones en un sentido genérico, sin aludir a
mapas concretos, hechos diferenciales o leyendas milenaristas.
Porque
otra de las paradojas que nos acosa en estos tiempos confusos es la que combina
lo global con lo regional. Hacemos muchas referencias a lo primero y en ello
apoyamos gran parte de los análisis que explican la economía y otras crisis
actuales. Y dejamos lo segundo en un lugar menor, como si fuesen herencias de
un pasado mal resuelto que el tiempo acabará por disolver en un mundo mundial.
Pero no, el nuevo estallido regional es de estos tiempos y de los futuros, y
más vale que le prestemos atención porque de él derivarán tensiones mucho más
importantes de las que vivimos en estos momentos, que ya empiezan a ser graves.
Lo
que está claro es que los estados agonizan y sus poderes se diluyen en otras
esferas, a veces mayores, a veces menores. En su lugar surgen grandes
transnacionales, organismos sin fronteras y entes supranacionales. Pero
también, en paralelo, crecen las reivindicaciones más locales, en ocasiones con
cierta identidad y en otras con evidente artificio histórico-legendario. Unas y
otras tienen, sin embargo, un denominador común: el de acentuar las
desigualdades en un planeta cada vez más desigual. Tomen el formato de la
independencia o del federalismo, en el fondo no hay más que un afán de alejarse
del otro, por lo general más pobre, para salvar los intereses eternos de una
burguesía o aristocracia que persigue mantenerse en la cumbre a pesar de las
adversidades.
Será
así, el futuro será regional, y unas regiones preponderarán sobre otras, sin
importar el modelo orgánico que se adopte, sea pactado o fruto de violencias.
Al fin y al cabo, no es un comportamiento distinto al de los individuos en esta
época insolidaria cuando entonamos el sálvese quien pueda.
Publicado en La Nueva Crónica, 4 noviembre 2014
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