Hay
un hervor electoral que se extiende y paraliza: Grecia, Francia, Reino Unido,
Turquía, España, Argentina… Pero también en otros confines adonde ha llegado en
algún sentido la democracia formal. Cada vez de un modo más notable este rito,
que no su sustancia, define los sistemas políticos. Tanto que en idéntico cajón
podríamos situar así mismo a países como Nigeria, Egipto o Afganistán, donde
también se acude al teatro de las urnas aunque nadie diría que se trata de
regímenes democráticos en sentido estricto. Puede afirmarse, por tanto, que nos
encontramos ante una especie de metonimia donde la parte, el ejercicio del
voto, nombra al todo, la participación cívica y la actividad política.
En
realidad, desde que Aristóteles dijera que “el hombre es un animal político (zoon
politikon)” la cosa no ha estado nada
clara. Y la confusión, como una seña más de los tiempos actuales, es ahora
sobresaliente, tal y como hemos visto en el catálogo de países arriba citado. Pues
bien, no se trata sólo de votar o no votar, sino de la actitud y el compromiso
que la ciudadanía adopta para su vida en la polis, es decir, en el sistema con que nos gobernamos. En
épocas totalitarias, muy recientes entre nosotros, la política fue directamente
secuestrada, lo mismo que la bandera y otros signos externos de la identidad
nacional, y lo que las personas decentes decían de sí mismas es que eran apolíticas. Causó mucho daño el secuestro, pero igualmente este
desistimiento forzado o no, y todavía hoy colea por estos pagos la maldición de
lo político cada vez que alguien dice o hace algo no conveniente: “está
politizado”. Salvando las distancias, parecido mensaje escuchamos en la
actualidad a algunos líderes noveles cuando afirman, con afán de centralidad en
el tablero, que “las ideologías sirven poco”.
Lo
que ocurre es que si al animal político le suprimimos el adjetivo, nos quedamos
con el animal sin más. Y un paso más allá, si a ese animal le restamos la
ideología, el resultado último será el votante sin ningún otro arraigo. Tal vez
éste sea el ideal de los nihilistas, pero desde luego es la antítesis de la
idea aristotélica.
¿Cómo
se resolverá, pues, en el mundo poscontemporáneo la paradoja entre lo político
y lo electoral? Una pista de por donde irá el asunto la obtenemos al contemplar
el hervor actual que indicábamos: sin grandes novedades en el frente. Hay, sí,
un vivo interés en las gentes para sentirse copartícipes en la toma de
decisiones, pero sin que ello suponga darles mucho la lata; ni siquiera para
molestarse en votar en unas primarias por vía digital. Pero que nadie haga nada
sin mí porque no me representará. Hay, también, un ansia de pureza que no es
exactamente lo mismo que situarse frente a la corrupción, la cual no deja de ser
solamente materia de conversación; claro que pureza tampoco es antónimo de
mediocridad. Pero que nadie ose dar lecciones porque le llamarán soberbio. Y
hay, sorprendentemente, una fe ingenua en los procesos electorales que
contrasta con la desmovilización activa, que anda de capa caída; como si
estuviésemos sobrados para la revuelta. Pero que nadie me diga nada, porque yo
estuve allí y además no les voté.
Lo
cierto es que viviremos sin asideros sólidos, también en esto, bien por una
renuncia voluntaria, bien porque el mantra impuesto así nos pastoree. Quizá por
eso a quienes venimos de lejos y no hemos mutado a tiempo nos cueste tanto
acomodarnos a esta extraña primavera. Lo decía Van Morrison, que es una
autoridad en lo suyo y en lo de todos: “Vengo de una época pasada que ha
desparecido por completo”.
Publicado en Tam Tam Press, 16 abril 2015
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