Se
llevan cada vez más las líneas rojas. No es flor de temporada, parece, ni
simple postura circunstancial. Más bien nos encontramos ante un nuevo tópico
político, lugar común o comodín, que, a pesar de la vacuidad con que se emplea,
encierra graves peligros. Sobre todo en unos tiempos que se anuncian obligados
al pacto y al entendimiento. Lo estamos viendo en la olla andaluza, pero
reaparecerá muy pronto tras los procesos electorales del mes de mayo, que con
toda seguridad dibujarán un mapa mucho más dinámico que el pasado.
Ahora
bien, nada define mejor la negativa actitud para el pacto que las líneas rojas.
Está bien y es necesario que cada opción defienda sin concesiones sus
planteamientos a lo largo de la campaña electoral, que trate de llevarse al
huerto el mayor número posible de votantes y que busque la distinción frente a
los contrarios. Pero, en política y culminados los recuentos, no se puede poner
lo incompatible por delante salvo que se persiga el fracaso haciéndonos los
inocentes. Por el contrario, los mecanismo para el acuerdo han de colocar en
primer término los puntos de entendimiento y postergar lo que se sabe distante.
Y ese trecho que en la negociación se recorre es el que acerca posturas, no el
que las distancia ya de partida. De otro modo nunca habrá compromiso ni
concierto ni dios que lo fundó.
Al
principio de la legislatura que ahora concluye, algunos planteamos la necesidad
de un pacto de ciudad porque entendimos
que hay asuntos, proyectos y objetivos estratégicos que superan con mucho la
frontera cuatrienal y necesitan horizontes a más largo plazo. Para ese fin se
nos hacía imprescindible el entendimiento entre fuerzas políticas y sociales en
la ciudad de León (como en cualquier otra). No se quiso entonces o no se vio,
el caso es que se optó por las líneas rojas. ¿Sucederá lo mismo ahora con otro
dibujo en los ayuntamientos?
En
fin, lo bonito de las líneas rojas es cómo lucen en las camisetas de nuestro
equipo favorito. Nada más y nada menos.
Publicado en La Nueva Crónica, 21 abril 2015
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