Con
independencia de cómo se ejecutó y de sus consecuencias finales, que nada de
ello viene al caso, la concentración parcelaria perseguía reducir el número de
parcelas, pequeñas y dispersas, y con ello los costes derivados de la atención
a ese rosario de tierras que caracteriza a los minifundios. A pesar de que
obligaba a severas modificaciones del paisaje, el resultado práctico era
notable y beneficioso puesto que se trataba sobre todo de una técnica
integradora.
A la
inversa, nuestros procesos de análisis, de pensamiento y de acción tienden
desde hace unas décadas a la más absoluta dispersión y, por lo tanto, a la
desintegración, lo cual es ya a estas alturas una seña identitaria de esta
época poscontemporánea. Una seña y, a nuestro juicio, un serio inconveniente
para el progreso social entendido como sistema. Es decir, la sociedad
poscontemporánea tiende necesariamente al minifundismo y hereda todos sus
problemas.
A la
hora de explicarlo, conviene recuperar unas opiniones del escritor y periodista
Antoni Puigvert en una reciente entrevista radiofónica: “Ha habido un cambio
cultural importante (...) En un momento determinado, que yo sitúo en Europa en
mayo del 68, la izquierda abandona la idea de fraternidad y pone el acento en
la idea de la libertad, de la libertad individual. Entonces el individualismo
es el gran acento en el que la izquierda profundiza y esto tiene unos costes.
Yo soy partidario de unos ciertos elementos de comunitarismo, sin los que no
veo posible una sociedad que comparta unos determinados valores. Esto la
izquierda lo ha abandonado, lo utiliza sólo retóricamente; pero en realidad sus
apuestas constantes son a favor del individualismo (...) La izquierda se ha
convertido en el conserje del neoliberalismo: tú pones las bases teóricas del
acento en el individuo, en la libertad individual, y el sistema recoge la
cosecha”. Pues bien, compartimos este origen del pecado, pero le sumamos otro
todavía más universal y culturalmente idealizado: el estallido hippie también
en la década de los sesenta. Como los sesentayochistas, los jóvenes floridos
predicaron la libertad del individuo y en ella se solazaron hasta el extremo.
Hasta el extremo de liquidar al colectivo, por mucho que se pusieran de moda
las comunas, al cabo más sexuales que otra cosa. De modo que entre los engagés
y los pacifistas naif se acabó amasando un pan como unas hostias. El pan se
saboreó entonces; las hostias son de ahora.
No
sirvieron de contrapeso ni las doctrinas estructuralistas del pasado siglo ni
la disolución de bloques políticos. A la postre, guiadas por un afán individual
desbocado, las partes se rebelaron contra el todo y así vinimos a parir la
nueva era. Incluso impulsando la razón teórica sobre la razón práctica, que al
cabo es lo más inmediato, de tal modo que hemos alcanzado el colmo de la
compartimentación y todo se mide o se valora desde la sola óptica de los
corralitos: la juventud, las mujeres, los desempleados, los precarios, los
funcionarios, los presos, los carceleros, los olímpicos, los paralímpicos, los
emigrantes, los pensionistas, los ninis…
y así sucesivamente. En fin, llegados a ese punto de nueva dispersión
parcelaria, lo que viene a ocurrir es que prevalecerá competencia sobre
cooperación, exclusividad sobre comunidad y singular sobre plural. Son maneras
de estar, no de vivir, que convienen a los poderes que gobiernan esta época y
que tienden a perpetuarse.
Publicado en Tam Tam Press, 7 julio 2015
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