La
ola es la forma básica de la edad poscontemporánea. No cualquier tipo de ola,
evidentemente, no esas olas mansas que apenas barren los pies en la orilla ni
las ondas que suaves mecen nuestro atávico ser acuoso. Todo lo contrario, las
de estos tiempos son pertinaces olas de calor y de frío, colosales olas de
Fukushima o de tsunamis en el Índico, olas implacables que empujan las
corrientes hacia los cabos australes. Esa ola desmesurada es, en fin, el núcleo
de las oleadas que ahora llevan y traen a las poblaciones por todo el planeta y
que incrementarán su magnitud a medida que enfrenten, cada vez con mayor
frecuencia y sin sosiego, los rompientes de la desigualdad, de la guerra, del
hambre e incluso del dudoso placer.
A
pesar de los dramas retratados en la actualidad, dos de las figuras
protagonistas de esos éxodos son moneda común a lo largo de la historia e
incluso de la prehistoria: el emigrante y el refugiado. De las idas y venidas
de los primeros se han derivado cambios trascendentales para la humanidad y así
seguirá ocurriendo por más que ahora se hable de multiculturalidad y de alianza
de civilizaciones (a veces); aunque no deja de ser un asunto sin resolver y de
ahí el dolor y las tragedias no siempre similares: todo depende, según la
Organización Internacional para las Migraciones, de que estemos ante migrantes
cualificados, documentados, económicos, irregulares o temporales. El de
refugiado (y desplazado) es un papel relativamente más joven al menos en su
regulación, pues sólo de 1951 data el Estatuto del Refugiado de la ONU; pero su
tamaño es así mismo inabarcable: sólo en 2014, antes del estallido actual, la
Unión Europea recibió 625.000 peticiones de asilo y concedió 185.000. Pero lo
que está claro, por más que la crisis del Mediterráneo asalte las portadas de
los medios, es que no son fenómenos de esta edad ni en ella se resolverán.
Por
el contrario, lo que sí es absolutamente poscontemporáneo es el turismo de
masas, amorfo y cada vez más desordenado. Y
aunque parezca irreverente unirlo aquí a migrantes y refugiados, lo
cierto es que el turista es otro actor de los movimientos de población que, más
allá de la presunta riqueza generada (se estima que supone prácticamente el 10%
del PIB mundial), ocasiona un sinfín de cambios y de necesidades de cambio no
siempre fáciles de resolver. Basten al respecto unas cifras: en 1950 había 25 millones de
turistas en el mundo. Hoy suman 1.100 millones y se prevé que en 2030 podrán
alcanzarse los 1.800 millones. Y un ejemplo: Venecia tiene unos 60.000
habitantes, pero recibe a unos 25 millones de turistas al año.
Y
es que no estamos ya ante la figura romántica del viajero ni ante la épica del
que se lanza a la aventura, aunque algunos se lo continúen creyendo. No, el
turista es precisamente la pantomima de aquellos. Y el turista de masas, casi
su histrión. El turista no viaja, consume. El turista no observa, hace fotos.
El turista no se mezcla, se exhibe. Y la democratización del turismo, su universalidad
en suma, lo que ha hecho es convertir el relato de viajes en una tragicomedia.
De ese modo, el caos que genera esa oleada no es diferente en verdad de los
directamente trágicos, por más que en este caso todo se contabilice en monedas
y no en muertos. No obstante, sin entrar en cuanto supone esa barahúnda humana,
algo sobre ello podrían escribir también otros seres mudos que la padecen: los
osos pardos de la cordillera cantábrica, las aves de las Islas Cíes o los patos
de Fontibre, por citar sólo algunos ejemplos insensibles de nuestro entorno más
inmediato.
Publicado en Tam Tam Press, 13 septiembre 2015
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