Cada dos por
tres escucho atónito noticias sobre cacas de perro en los telediarios: acerca
de multas, de análisis identificativos de los animales, de incivismo de sus
dueños, de ordenanzas municipales al respecto y así sucesivamente. Junto a los
capítulos sobre avances médicos inaccesibles para el común de los mortales,
sobre espectaculares acciones policiales que crean una falsa sensación de
seguridad o de desamparo, según se mire, y sobre los más morbosos procesos
judiciales, la caca de los perros conforma el guión inevitable de esos
informativos de la televisión pública. Por no hablar de los deportes o de esas
puerilidades que abundan en internet y de las que, cada vez más, también se
hacen eco.
Es verdad que
la información política y económica ha acabado por hastiarnos a casi todos, ya
sea por las materias en sí, ya sea por los actores protagonistas, ya sea por la
narrativa con que es relatada. Pero esto es perfectamente mejorable, y ejemplos
de ello ha habido y hay, de tal manera que no se justifica la compensación con
lo banal para seguir llamando la atención de la audiencia. No, la banalidad es
ya una parte más del punto de vista con el que observamos y analizamos la
realidad. Lo mismo que Spielberg y compañía son responsables de las altas dosis
de infantilismo del cine de los últimos treinta años, también la información
pública (no hablemos de la privada, porque ésa tiene además otros idearios) se
viste cada vez más de una frivolidad temeraria y enfermiza.
Supongo que
para muchos individuos la caca de sus perros es ciertamente trascendental como
parte íntima que es de sus mascotas muy amadas. Y por eso me merecen respeto
las mascotas, las cacas y los individuos. Sin embargo, no dejo de preguntarme
por lo que habita en la mente de los redactores o en la dirección de los
informativos para que nos obliguen a todos a soportar esas noticias tan
sustanciosas. Sobre todo cuando tanto y tan relevante ocurre en nuestro
entorno. A no ser que no quieran que lo veamos.
Publicado en La Nueva Crónica, 3 mayo 2016
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