Escucho
a un candidato que asegura que el país necesita “un cambio progresista, un
cambio moderado” y tomo de inmediato el diccionario para averiguar lo que me he
perdido. Según la Academia, una persona o una colectividad progresista es
aquella que se distingue por sus ideas y actitudes avanzadas. Por el contrario,
moderada sería aquella que guarda el medio entre los extremos. En suma, no
salgo de mi perplejidad.
Es
lo que tiene el lenguaje electoral. O, mejor dicho, los hablantes electorales,
que se lían y nos lían sin piedad. Entre las contradicciones de sus palabras,
la vacuidad de algunos de sus mensajes y el recurso a los tópicos y a los
lugares comunes acaban construyendo un idioma poco inteligible o directamente
confuso. Es lo que ocurre también cuando pretenden distraernos con lo que
sucede en nuestro entorno para modificar de un modo torcido la realidad.
Afirman, por ejemplo, que la catástrofe que vivimos es culpa de todos y
consiguen así que la culpa generalizada oculte la culpa real de los individuos
con nombre, cargo y responsabilidad. O aseguran que todo se debe a la economía
y sus ciclos, años de crisis seguidos de años de bonanza y todo sigue igual.
Pero no, todo no sigue igual, ni mucho menos.
No
se trata, pues, de los contenidos que se manejan en el contexto electoral, que
eso es harina de otro costal, sino simplemente de cómo y con qué intención se
habla. En ese ámbito la exigencia debiera ser sencilla: que se hable bien y que
lo que se comunique tenga algún sentido. Puesto que el ser humano es un animal
que habla y, además, un animal político, lo mínimo que se puede reclamar es que
la herramienta del lenguaje responda a las expectativas de la cualidad humana.
O, en caso contrario, sería mejor mantener la boca cerrada.
En
fin, cierto es que no todos los candidatos y candidatas son iguales en esto del
uso del lenguaje. Por fortuna también en esto hay diferencias notables como
para inclinar el voto de uno u otro lado. Obsérvenlo si aún están indecisos.
Publicado en La Nueva Crónica, 31 mayo 2016
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