Ayer,
28 de abril, fue el día de la Seguridad y de la Salud en el Trabajo, una
formalidad necesaria como tantas otras para advertirnos sobre nuestra propia
fragilidad y sobre lo fácilmente que nos rompemos en los entornos laborales. Es
decir, una nueva llamada de atención sobre la conveniencia de que nos cuidemos
a nosotros mismos porque nadie lo va a hacer en nuestro lugar y cada vez menos.
También
en esta materia hay paradojas: cuanto más se predica la salud y lo saludable
menos se impulsa la sanidad pública y preventiva. O más se recorta, que no es
exactamente lo mismo. El caso es hacer recaer sobre nuestras espaldas la
responsabilidad de estar sanos para producir. Por eso nos aconsejan pasear,
comer alimentos saludables, no fumar, mantener una dieta equilibrada, etc. Por
eso mismo vamos al gimnasio, visitamos las consultas de fisioterapia o nos
dejamos tentar por los productos ecológicos, siempre y cuando lo podamos pagar.
Pero mejor será no pedir cita, urgente o no, con un especialista porque ése ya es
otro negociado.
Sucede
que los gobiernos, el nuestro en particular, han decidido renunciar a sus
compromisos con el bien común y derivarlos hacia las personas gobernadas. De
esta forma, se les aconseja ahorrar para su pensión o cuidarse y no enfermar,
pues son los individuos, no el Estado, el culpable de su situación presente y
futura. Lo mismo que quisieron hacernos pensar que todos fuimos responsables de
la crisis para diluir así las verdaderas y bien diferentes responsabilidades de
cada cual.
El
problema es que en materia de salud nos lo hemos creído definitivamente y hemos
hecho de ella una nueva diosa con múltiples altares. En ello, junto a los
estados, han jugado y juegan un papel decisivo las industrias farmacéuticas y
sanitarias, así como los altos colectivos gremiales y el culto al desarrollo
tecnológico y a quienes lo detentan. Hasta tal punto que, frente a todo eso,
sólo cabe reaccionar considerando a la enfermedad como un auténtico acto
revolucionario.
Publicado en La Nueva Crónica, 29 abril 2018
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