Me
senté a comer en un bar. En la mesa de al lado una pareja de hombres de mediana
edad hacían lo propio y conversaban. Hablaban de cine, de cierto tipo de cine,
y lo hacían en tal tono que me resultó inevitable escucharlos e interesarme por
sus opiniones. Sobre todo cuando uno de ellos afirmó convencido: “Yo, en la
tercera guerra mundial, seré de Disney”. Me sobresalté. Esa mezcla de notas
trágicas y frívolas confirmaron otra seña de identidad de estos tiempos, donde
la diversión y el espectáculo tienen más fuerza que el pensamiento y la verdad.
En
realidad, hablaban de empresas, de la compra de 21st Century Fox por Disney y
del nacimiento por ese motivo de un gigante del entretenimiento nunca visto. Lo
mismo que ha sucedido recientemente, aunque en menor medida, con la compra por
parte del fondo EQT de Parques Reunidos, dueños que eran del Parque Warner en
Madrid, pero también de otras atracciones diferentes en Europa, Norteamérica,
Oriente Medio y Australia. Y añadamos, si bien no es un hecho, la fusión más
pronto que tarde entre plataformas de streaming
para reorientar y uniformar un consumo de series, cine y televisión hoy por hoy
inabarcable para los espectadores. En suma, pensamos que el terreno de las
multinacionales es el del petróleo, la farmacia o la alimentación y nos
olvidamos de este otro campo que, tal y como anda el mundo, se convertirá, si
no lo es ya, en un eje fundamental de una sociedad debidamente unificada y
simple.
La
conversación de mis compañeros de comida siguió por los derroteros de las
películas que cuentan ahora con el sello Disney. Nunca decepcionan,
convinieron, podrán ser mejores o peores, pero son entretenidas. He ahí de
nuevo el quid de la cuestión actual, lo que la ciudadanía poscontemporánea
demanda o se les ha sugerido demandar. No sólo se trata de hacer dinero con el
esparcimiento de las personas, todo un filón, sino que a él se consagran, casi
en exclusiva, las formas que en su día fueron séptimo arte. Lo demás es
resistencia.
Publicado en La Nueva Crónica, 5 mayo 2019
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