Esta semana, la ciudad donde vivo, como otras, ha dado paso abiertamente a la temporada del deslumbramiento. Lo venía haciendo poco a poco porque no todo es navidad, por suerte, y ese fenómeno de luces cegadoras ya contaminaba el espacio urbano con otros métodos diferentes a las luminarias de fin de año. Pero ahora se junta todo: lo que fueron y no son ya bombillas de color con esas pantallas de tecnología led (creo que así se denominan), públicas y privadas, oficiales y mercantiles, que superan con amplitud los márgenes de la infección lumínica.
El objetivo es deslumbrar, tanto da el presunto espíritu navideño que el afán comercial o la información de servicio. Deslumbrar. Es decir, asombrar, encantar, fascinar, torrentes de luz que acaben por provocar alucinación, entontecer, obnubilar. En eso consiste, en suma, la explosión de luz de uno y otro signo, tal y como procede en estos tiempos de apariencia y frivolidad. Poco importa que ese estrépito luminoso contraste con las penumbras cotidianas, al parecer no resulta insultante, son sólo estímulos para engañarse, neuro-marketing, estrategia social para la mansedumbre, fruslería. Incluso esas pantallas informativas son más ellas por sí solas que cuanto tratan de anunciar.
Sucede así con las personas. Las hay que deslumbran y las hay que, sencillamente, brillan. Distinguirlas es más que conveniente para no naufragar en sensaciones y emociones que tienden a confundirnos con extrema facilidad. Una persona deslumbrante nos inclina de entrada al arrebato, pero no siempre hay sustancia bajo esa luz. Es más, deslumbra tanto la belleza como la fealdad, algunos gobernantes son ejemplo de esto último. Por el contrario, quien brilla no defrauda, ofrece solo pequeños efectos especiales de su llama, los suficientes para convertirse en faro y alumbrar la ruta. Son personas a las que hay que seguir y apreciar. Enfrente, quienes deslumbran, como todos los excesos de estas fechas, nos llevan al extravío. Suelen triunfar, no obstante.

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