El
susto, tan cercano a la muerte y tan lejano del trato, incorpora sin cesar
nuevos nombres propios al catálogo de los horrores: Bolsonaro, Trump, Putin,
Duterte, Orban, Salvini… por citar sólo aquéllos que han tocado poder recientemente y obviar a todos los que quedan
en cola babeando. Nombres todos ellos masculinos, por cierto, aunque Madame Le
Pen les ande rondando con algo más que ansiedad. Es la estirpe de la barbarie
que tiende a renacer, en gran medida por causa del miedo, tan próximo al susto
y tan alejado de la razón.
Hablamos
del miedo a perder los privilegios (de raza, de sexo, de religión, de clase
social, de país) en tiempos de incertidumbres y manipulaciones sin límite.
También del miedo venido del fracaso de los sistemas políticos tradicionales,
cuyo fermento se acerca a la podredumbre. La descomposición de uno y otro
régimen a cada lado del viejo muro nos demuestra que ni uno ni otro sirvieron
para desterrar la ignorancia ni para fortalecer los valores humanos sencillamente
dignos. Al contrario, salidos de aquellos esquemas tradicionales, ciudadanos y
ciudadanas de uno y otro flanco, con sus líderes a la cabeza, viraron el rumbo
como lo haría un péndulo maleducado y dieron, dan lugar todavía, a expresiones
absolutamente antitéticas a aquellas para las que fuimos escolarizados. Tanto
estudiar para esto, diría mi padre.
Por
ese motivo, si bien se observa, el espanto no procede sólo de los nombres
citados sino de las masas de votantes anónimos que los elevan a esa posición.
Quiere ello decir que viven entre nosotros de una forma muy activa el racismo,
el patriarcado, el dogmatismo, la explotación y la xenofobia: el culto a las
cadenas, en suma. Y que su alimento principal es la desigualdad, sobre cuyas
brechas crecientes se construyen los discursos ahora triunfantes. Volvemos,
pues, a situar el infierno en los otros, pero no ya a título individual, como
predicaba el existencialismo, sino para sembrar el pavor y humillar a las
conquistas de la razón.
Publicado en La Nueva Crónica, 4 noviembre 2018
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