Citar
el término comunero por estos páramos es
como mencionar a la bicha. Sin embargo, nos parece injusto que sea así cuando
en esa figura y en cuanto significa, debidamente expurgada, se resume buena
parte de la eterna disputa nacional, que va y viene a través de la historia sin
resolverse nunca. Nos referimos a los permanentes conflictos de poder
territorial, que en su día fueron motivo de rebelión de los municipios contra
el rey y que hoy se manifiesta en la represión del poder central sobre la
autonomía y democracia municipales. No de otro modo puede entenderse la reforma
de las administraciones locales que el Gobierno del Estado pretende bajo los
pretextos del sagrado déficit y de la sostenibilidad. En realidad, jamás a lo
largo de la historia el poder central digirió bien el papel que juegan las
entidades locales, mayores o menores, y siempre se las arregló para limitarlas
o condicionarlas al máximo. Se ha hecho ignorando su financiación, asignatura
siempre pendiente por parte del Estado, o sometiendo su independencia mediante
subvenciones dirigidas, como hacen las comunidades autónomas. Se trata siempre
de controlar el poder más inmediato a la ciudadanía, por lo general el más
participativo, no vaya a ser que las personas se crean el derecho a actuar en
política y acaben eliminando a la gloriosa casta que piensa y decide por ellas.
Así las cosas, la marea, claramente ideológica, conduce a la recentralización o
a la cesión de soberanía hacia arriba, es decir, hacia instituciones europeas,
pero nunca a la inversa. Al menos en los últimos tiempos. Y el proyecto del
Gobierno actual lo que pretende en verdad es el debilitamiento de la democracia
local, la cercana y directa, a la vez que legalizar una práctica política y de
gestión de lo público subsidiaria de la iniciativa privada. Se trata de un
escenario para el que, dejando aparte prejuicios, se necesitarían un auténtico
espíritu comunero como respuesta.
Publicado en La Crónica de León, 26 julio 2013
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