Hace
unos años, el filósofo alemán Boris Groys escribía lo siguiente: “el valor fundamental de las sociedades capitalistas es la
salud. Si se ve hoy el amor con buenos ojos, y ya no es esa tragedia que
contaban los románticos, es porque han comprobado que practicarlo es saludable,
que hacer el amor reduce el estrés o cosas por el estilo. También en Estados
Unidos se considera que es bueno pensar una media hora al día porque ha habido
estudios que han demostrado que se trata de una actividad que, siempre que no
se abuse, genera unos procesos químicos que son provechosos para la buena
salud. No hay otra opción para disentir que reivindicar la infelicidad, la
enfermedad, el fracaso, la ruina”.
No sé muy bien si lo entendimos acertadamente
entonces, pero de lo que no cabe duda es de que hoy cobra un sentido absoluto y
fácil de comprender entre nosotros. Superados los procesos iniciales que nos
conducen hacia la privatización total de la sanidad, previo descrédito y destrucción
del sistema público, hemos llegado al fin a un nuevo estadio en el que se
pretende directamente privatizar la enfermedad. El arma para tal propósito son
las mutuas y la generosa cesión que el Gobierno les ha hecho en la Ley recién
aprobada para que vigilen nuestras dolencias comunes, nuestras altas y bajas,
y, en paralelo, supervisen o desautoricen a los profesionales del sistema
público. De paso, se cuestiona además, de forma injusta, la capacidad
del Instituto Nacional de la Seguridad Social, del Servicio Público de Empleo y
de otros medios públicos para gestionar numerosas otras prestaciones. Y, sobre
todo, se hace sin profundizar en el control público de dichas entidades, a
pesar de los casos de malversación de recursos por parte de algunas mutuas muy
señaladas.
Estos
son los nuevos tiempos que los poderes nos diseñan. Nos quieren malsanos a toda
costa, no sanos; nos quieren ocupados como sea, no empleados con dignidad; nos
quieren de cualquier manera. Nos quieren mal. ¡Viva la enfermedad!
Publicado en La Nueva Crónica, 29 julio 2014
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