En
toda revuelta, crisis, epidemia o tormento se produce una escalada léxica. Es
natural, hay que dar nombre a las nuevas realidades. Ocurre, sin embargo, que
ese arte de nombrar, guiado sobre todo por medios de comunicación y por la
clase política, hace del lenguaje un espacio escabroso, donde, a fuerza de ser
repetidos, sobresalen dos o tres términos o dichos que de inmediato se
convierten en puros tópicos. El último es la desescalada, como antes lo fueron
la prima de riesgo, el regreso escalonado, la lacra social, el consenso o la
crisis humanitaria. Son expresiones que pronto se fosilizan y sus significados
se reducen enseguida a mero énfasis retórico de obligado cumplimiento.
Lo
de escalar y desescalar tiene su miga. Obliga incluso a movimientos improvisados
por parte de la Real Academia de la Lengua o a comentarios generosos y
permisivos del lado de la Fundación del Español Urgente. Estos últimos andan
locos en los últimos tiempos con su listado de consultas y recomendaciones:
viricida, plasma de convaleciente, gran confinamiento, chinocentrismo,
seroprevalencia…, lo que nos da una idea de cómo se encuentra la salud en el
campo semántico de este país, que es en gran medida su pensamiento. Y, claro,
hay quien acude a consulta y hay quien directamente asume vocablos porque
suenan y resuenan y eso les da como un salvoconducto de relevancia; máxime
viniendo de donde vienen. De haber sido posible, hubiera resultado más que
interesante poner la oreja en la barra de los bares para constatar que de
repente nos hemos hecho expertos, bien en alpinismo, bien en álgebra lineal,
bien en calcos de la lengua inglesa. Cualquier cosa menos ser lo que somos, es
decir, expertos en pandemias.
En
esos ires y venires andamos mientras no acaba de llegarnos ni la reducción ni la
disminución ni la rebaja ni el descenso ni la relajación, todas esas formas del
castellano común y corriente que no necesitan de más explicaciones ni de
teatros para la oratoria. Román paladino, lo llaman.
Publicado en La Nueva Crónica, 26 abril 2020
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