Tan
angustiados por las zozobras materiales y por la desorientación ideológica que
tantas tintas hacen correr, parecemos dejar de lado algunos otros fundamentos
del individuo que también están sometidos a evolución, cuando no directamente a
alguna otra especie de crisis. El amor, sin ir más lejos. Si, como vamos
anotando en esta serie, la transformación general es inapelable, convendrá al
menos preguntarse qué ha de ser de los sentimientos en la nueva época. Si
permanecerán tal y como han sido definidos y vividos con sus vaivenes a lo
largo de la historia tradicional o si, por el contrario, padecerán también
mutaciones que los harán irreconocibles.
Que
el amor perdurará en los espacios poéticos no es discutible, pues al cabo no
otra es la razón de ser de la poesía que llevar la contraria a una realidad
venenosa. Que seguirá anidando en los procesos químicos tampoco es
cuestionable, pues ni siquiera la manipulación genética eliminará los jugos más
elementales. Y que las doctrinas, sean del signo que sean, continuarán
pregonándolo como esencia y comportamiento tampoco entra en duda, pues sólo de
ese modo ha superado trances y epidemias. Podemos, por lo tanto, tener
confianza en los poetas, en los científicos y en los sacerdotes, que ellos
velarán por la pervivencia de ese jardín.
Sin
embargo, no sucederá así –no sucede, de hecho- con las formalidades que adopta
el sentimiento, porque en ese campo podemos afirmar que la metamorfosis ya se
ha producido y que su progreso no ha hecho más que iniciarse. Lo que
comentábamos en escrito anterior sobre el lastre cero es una señal palpable de ese nuevo molde, pero no
sólo. Las exigencias de todo tipo que se acentúan y hacen de nosotros y de
nuestro medio un continente inestable y efímero acabarán por determinar la
experiencia amorosa en todos sus costados. Es lo que lleva al profesor de
Filosofía de la Universidad de Barcelona Manuel Cruz a afirmar con claridad que
“ha estallado la articulada unidad entre sexualidad, sentimiento y proyecto de
vida que constituía la especificidad del amor”. En efecto, el trípode
interdependiente sobre el que se acomodaba la cosa amorosa se ha desvanecido y
es difícil que vuelva a converger.
Tal
vez sea que, como muchas otras constantes de nuestra existencia, también el
amor se ha vuelto precario, azuzado por un entorno hostil que apenas permite
levantar realidades sólidas o duraderas. Ortega y Gasset lo tenía muy claro:
“Según se es, así se ama”. Y tal y como vamos describiendo, los rasgos con que
se distingue la sociedad poscontemporánea no son otros que los de la movilidad,
la ligereza y la liquidez, aquéllos precisamente que se contagian a los
comportamientos sociales. En la medida en que el amor es una expresión social,
aunque venga a socializar sólo a dos personas, nada diferente puede esperarse
de ese ejercicio sentimental. Seguiremos amándonos para toda la eternidad, sí,
pero será una eternidad fugaz y de episodios sucesivos. Continuaremos amándonos
hasta morir, sí, pero será una muerte sutil y con retorno. Insistiremos en
amarnos con todas nuestras fuerzas, sí, pero serán unas fuerzas sometidas a un
diseño leve y acomodado. Porque sin proyecto de vida y con una sexualidad cada
día más a la carta, el sentimiento acabará refugiándose en uno mismo y
deleitándose, como mucho, en la lectura de la poesía. Lo cual tampoco evitará
nuestra caída en el mal de amores, esa enfermedad incurable, ese dolor
dulcísimo, esa agonía.
Publicado en Tam-Tam Press, 11 abril 2013
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