Lo
cierto es que los jukebox tenían sus complementos necesarios. Servían para
escuchar música, evidentemente, pero también acompañaban como un hilo musical
selecto otras variantes lúdicas. En salas de juegos finas, las del centro de la
ciudad, donde predominaban las mesas de billar para estilistas y otros mirones
de posturas forzadas, no solían existir. Hacía falta concentración, se supone.
Pero en las de barrio eran tan imprescindibles como los futbolines, una mesa de
chapolín como mucho y los pinball o flipper (las máquinas de bolas, en lengua
rústica; lo mismo que lo otro eran máquinas de discos en el mismo idioma). La
combinación de luces y de sonidos de las unas casaban a la perfección con los
compases de las otras, y en ese maridaje ninguna melodía resultaba más oportuna
que cualquiera de Santana.
Sería
por el ritmo latino y bailongo del mejicano (a la hora de golpear a las bolitas
había quienes se retorcían como en una auténtica lambada) o sería por el
colorido de las portadas de sus discos, que emparentaban fácilmente con el
exceso colorista del frontal de aquellos artilugios (basta detenerse un poco en
el examen de «Abraxas», su segundo LP), el caso es que formaban una pareja
perfecta. Uno llegaba a la sala de juegos, sacaba dos duros del bolsillo, con
uno seleccionaba una canción y con el otro le daba vida al tablero mecánico. Y
si lo que sonaba era Black magic woman, entonces aquel micro-mundo se cerraba sobre sí
mismo y poco más se le podía pedir a una tarde. O tal vez sí: “Tengo una mujer
de magia negra. / Sí, tengo una mujer de magia negra. / Me tiene tan ciego que
no puedo ver. / Pero ella es una mujer de magia negra / y está tratando de
convertirme en un diablo”.
Por
otro lado, Carlos Santana fue para nosotros, chicos de barrio, un símbolo, la
punta de un iceberg clavado en el corazón del imperio, el de la música de
orígenes latinos que fue a incrustarse en el núcleo del rock & roll. A
nuestro modo de ver, con él se impulsaba una hibridación que con los años acabaría
dando todo tipo de frutos, buenos y malos, naturalmente. Incluso él mismo
también fue decayendo. Pero en aquellos momentos primeros, donde se sumó su
participación en el legendario festival de Woodstock en 1969, nos pareció un
modelo a imitar y un guitarrista a seguir. Tanto es así que en la revista
Rolling Stone se escribió que “Santana hacía por la música latina lo que Chuck
Berry había hecho por el blues”. E hizo algo más, añadir una sensualidad más
evidente desde entonces, que el propio músico definió del siguiente modo: “La
música es la unión de dos amantes: melodía y ritmo. La melodía es la mujer y el
rimo, el hombre”. A nadie le puede extrañar, pues, que, salvando las distancias
y dando por supuesta nuestra ignorancia en estos entresijos, lo seleccionáramos
de forma reiterada para darle a los botones del pinball. Había en ello algo más
que lambadas: “No me des la espalda, nena. / Sí, no me des la espalda, nena. /
No juegues con tus trucos. / No me des la espalda, nena, / porque puedes
despertar mi varita mágica”.
Escrita
originalmente para Fleetwood Mac, Santana se apoderó de Black Magic Woman y la editó en 1970 como una
mezcla precisa de blues, rock, jazz y un poco de son cubano y sonidos latinos.
La pócima perfecta para hacerla del todo suya y que nadie la recuerde en su
versión primera. http://www.youtube.com/watch?v=eaKnRUfh_5I
Publicado en genetikarockradio.com, 17 abril 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario