A
lo largo del primer trimestre de este año, el Centro Documental de la Memoria
Histórica, en Salamanca, acogió una exposición titulada La Transición a
través de las pegatinas (1976-1982). La muestra contó además con un catálogo donde se contenía la imagen y descripción detallada de casi un
millar de pegatinas.
¡Qué cosas! A muy pocos se les hubiera ocurrido
pensar, y menos en aquellos tiempos, que esos papelillos adhesivos iban a
concluir sus vidas con tan alta consideración, poco menos que auténticos
documentos históricos. Podía pasar que consideráramos que se convertirían en
materia de coleccionistas, que en esto hay vicio para todo, e incluso que
continuaran decorando todavía, a modo de collage nostálgico, sedes políticas o
sindicales. Pero no, lo mismo que ocurre por ejemplo con las pintadas
lujuriosas de Pompeya o con los primeros graffitis modernos, todo ello
garabateado sin la menor intención de posteridad, hete aquí que el conjunto
acaba derivando en testimonio histórico y cultural digno de estudio, de
exhibición y de comercio. Y no precisamente estudio, exhibición o comercio
basura, por cierto.
Lo cual que hemos de tener cuidado con lo que
nos pegamos al cuerpo, sobre un cuaderno o contra una pared, no vaya a ser que
nuestro rastro se perpetúe de aquí a unos lustros en los pasillos más nobles de
algún museo y quedemos en evidencia. Porque lo mismo que es difícil conseguir
borrar nuestra estela de los intestinos de Internet, tampoco va a ser sencillo
pasar desapercibido cuando algún investigador de las costumbres sociales y de
la comunicación nos descubra en una fotografía amarillenta luciendo, pongo por
caso, una pegatina impertinente. Porque pegatinas hay para todos los gustos, no
vayamos a equivocarnos, y quien más quien menos las ha lucido hasta de Deborah
Harry. Un servidor, sin ir más lejos.
Aunque sí, para qué vamos a negarlo, junto al
pin y la chapa, como vimos en el capítulo anterior, también la pegatina
proyecta nuestros egos y hace de nosotros un soporte informativo de primer
orden. Si aquellos tienen la cualidad de lo personal e intransferible, porque
aparentan ser únicos en nuestras solapas, la pegatina añade la cualidad de lo
multiplicado y nos permite dejar nuestras huellas por doquier. Además, goza de un
formato suficiente para múltiples mensajes tanto en fondo como en forma, lo que
añadido a su tamaño manejable la convierte en herramienta ideal para una
extensa difusión. No es una octavilla que se la lleva el aire; no es un
tabloide publicitario que viaja directo del buzón a la papelera; no es un
cartel inaprensible. Es mucho más que todo eso a la vez, pero con afán de
permanencia, por lo menos hasta que el tiempo, su único juez, llegue a corroer
su pegamento.
Así pues, en medio de esta plétora de sistemas
de comunicación más o menos sofisticados, respetemos la humildad de la pegatina
porque suyo es todavía el reino de la expresividad. Frente a la tecnología
triunfante, admiremos la sencillez rudimentaria. Ante los mensajes
personalizados, recuperemos el lema común que a todos incumbe. Porque de la
pegatina, en suma, nos vendrá aún mucha más historia que del WhatshApp.
Publicado en www.tepongounpin.blogspot.com, 25 abril 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario