Hace
muchos años, esta expresión del título triunfó en el mundo de la publicidad
asociada a los donuts y a las carteras.
Aunque se circunscribía al espacio y a la edad escolar, acabó conquistando
otros ámbitos y se convirtió en un soniquete para parodiar los olvidos
cotidianos. De tal manera que, trasladada a nuestra actualidad digital, cuando
ya nadie va al colegio con cartera sino con otros artilugios menos nobles, y
cuando ya nadie lleva donuts
porque las campañas contra la obesidad los satanizan, otra situación habitual
viene de nuevo a rejuvenecer la exclamación, añadiéndole, eso sí, mayores dosis
de pánico: ¡andá, el móvil!
En
aquellos rancios anuncios de la televisión el susto se lo llevaba, claro está,
un jovenzuelo imberbe con pinta de ser alumno de la privada. Hoy el susto no
haría distingos, tal es la simbiosis alcanzada entre todo tipo de personal y
todo tipo de teléfonos andantes. El ejemplo más simple de la dominación que ha
alcanzado este artilugio, cuyas bondades no vamos a discutir aquí, nos lo
ofreció hace unos días el cantante Manu Chao en una entrevista. Decía, al
referirse a sus conciertos en los bares: “Sí, ahora hay móviles. Me fastidia
ver a la gente grabando, es algo desesperante, terrible para la fiesta. Hay una
mesa de cinco y no gritan o bailan, graban. Y no uno para los demás, ¡graban
los cinco! Tengo que escribir una canción sobre ello”. Nadie puede dudar, pues,
de que los móviles nos han cambiado la vida hasta límites inaguantables y bueno
sería no sólo hacer canciones, como apunta Chao, sino un auténtico examen de
conciencia y propósito de la enmienda al respecto. Para quien requiera de ayuda
a tal efecto le recomendamos el siguiente artículo de la psicóloga Patricia
Ramírez: http://www.huffingtonpost.es/patricia-ramirez/como-ha-cambiado-el-telef_b_2954427.html
Pero
lo que aquí nos interesa, en este blog sobre señas de identidad y otros
complementos, es el rasgo de personalidad que aportan los tales móviles y sus
circunstancias. No son pocos, como veremos, y resultan ser tan definidores del
individuo como un pin en la solapa u otros aditamentos.
Su
uso es, en efecto, muestra de educación o no, señal de obsesión o no,
testimonio de ansiedad o no, y así sucesivamente. Con casi absoluta seguridad,
todos podríamos elaborar un catálogo de comportamientos y encontraríamos
numerosas semejanzas para que la clasificación fuese certera. Pero es que al lado
de estas maneras de actuar se expresa toda otra gama de signos e instrumentos
no menos identificables con los que podríamos coronar la casuística en rangos
casi objetivos: lo más socorrido son los modelos y los sonidos de alarma, pero
también fundas, carcasas, soportes, cintas y brazaletes, auriculares bluetooth,
kits de carga o para coche, películas protectoras de pantalla, adaptadores USB,
dispositivos para manos libres, líquidos para pulir pantallas táctiles,
altavoces, etcétera, etcétera. Así hasta un sinfín de elementos más o menos
prescindibles que colaboran para que nuestras ataduras al teléfono (que es
mucho más que un teléfono) sean firmes y sin solución.
Por
lo tanto, seamos esclavos o no del artefacto, nadie escapa de su influjo ni de
toda la panoplia que lo completa. De este modo, su pérdida produce un dolor
casi humano, un auténtico duelo y una necesidad de reponerse y reponer lo que
se nos ha ido con él: datos, imágenes, canciones, agendas… casi toda nuestra
identidad personal. Y su olvido es, evidentemente, tan grave o más que el
padecido por aquellos muchachos que no reparaban en sus carteras al ir al
colegio ante la tentación sabrosa de un donut. Por último, su ostentación supone el colmo artificial del
exhibicionismo que siempre ha caracterizado a nuestro ser social.
Publicado en www.tepongounpin.blogspot.com, 27 mayo 2013
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