Lo
normal es que los paisajes no sean inmutables. Sus cambios se producen por
intervención del ser humano o bien por propia evolución, y el resultado de esas
acciones, en el peor de los casos, puede provocar la degradación. Por eso,
cuando de nuestros paisajes desaparece un elemento tan simbólico como el
ferrocarril, lo que cabe preguntarse es por qué sucede y a qué conduce. Parece
evidente que ese eclipse viene animado por interés político y por discutible
rentabilidad mercantil; es decir, por una intervención que al menos merece
cuestionarse para plantear otras posibles políticas de transporte y otras
posibles rentabilidades. Si la evolución es o no natural constituye un capítulo
aparte. Algunos pensarán que estos tiempos reclaman otros sistemas, otras redes
y otros canales: son los que reniegan del servicio público, al que consideran
un lujo y prefieren trabajar a favor de lujos particulares. Otros pensarán que
sobre el tren y sus trazados se sigue articulando el territorio, que es un eje
de potencial actividad económica y que, por si fuera poco, dota a nuestros
paisajes, cada vez más vacíos, de una estela de vitalidad. En este sentido, la
pérdida del tren, ya sean trayectos, ya sean líneas -tanto da-, nos conduce
inevitablemente hacia la degradación del entorno, que es tanto como nuestra
propia degeneración. Junto a otros sectores que fueron motor del ligero
dinamismo provincial a lo largo de las últimas décadas, el ferroviario no jugó
un papel menor. Por ello, el desprecio con el que viene siendo tratado por los
planificadores del subdesarrollo, la frivolidad con la que ha sido atendido por
parte de los constructores de disneylandias urbanas y el desapego final de los
individuos ensimismados en sus locos cacharros, suman esfuerzos entre sí para
dar al traste con buena parte de nuestro ser, del poco ser que nos va quedando.
Así hasta construir un nuevo paisaje apenas habitado por la pobreza.
Publicado en La Crónica de León, 31 mayo 2013
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