Inciertos
mercaderes de garrafón con sede en abrevaderos del Barrio Húmedo se han
mostrado indignados -¡hay que ver con cuánta facilidad para lo que es de su
exclusivo interés!- por haberse vuelto a celebrar el Día del Trabajo en la
plaza pública por antonomasia, la Plaza Mayor de León. Acostumbrados a la
comunión que les es propia entre el agua y el vino, han mezclado también sin
pudor en su escrito noticias y valoraciones bastante pintorescas. Muy curiosa
es la que les atribuye poder para valorar lo que denominan directrices de la
celebración, como si fuera suya, que
evidentemente parecen disgustarles. Así mismo, en tono patrimonialista, se
dicen ofendidos por tomar ese espacio de todos como punto de
exaltación (a saber lo que esto quiere
decir en el pensamiento vinatero). Finalmente, como colofón a su monserga,
citan algo sobre precios desleales y medidas sanitarias y de seguridad. De modo
que la cuestión es simple: aparte de que los actos contasen con todas las
bendiciones administrativas, ¿de qué se quejan estos mesoneros, generalmente
llorosos, si la fiesta les llevó a sus entornos quince mil personas que
consumieron en sus tascas en mayor medida que cualquier otro día festivo?
Quince mil personas que, por otro lado, no vomitaron en sus aceras, no exhibieron
navajas, no impidieron el sueño de nadie ni provocaron altercados. Eran quince
mil trabajadores y trabajadoras corrientes, bien aseados, bien vestidos,
educados y sanos. Eso sí, probablemente tuvieron necesidad de evacuar sus
vejigas y pudo descubrirse entonces que no orinaban colonia, como ocurre tal
vez con los que asisten a las procesiones, los que itineran con pinta de
guiris, los que celebran despedidas de solteros y de solteras, los tunos o los
que se emborrachan por San Juan. Gentes dignas de respeto, naturalmente. ¿Por
qué será, pues, que el garrafón sigue siendo en esta tierra el modelo de
emprendedor y que no pasa nada?
Publicado en La Crónica de León, 17 mayo 2013
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