El
carbón o el acero, tanto da. Sobre su relevancia se construyó mediado el siglo
pasado el primer embrión de la Europa moderna. Y sobre su consistencia se alzó
la primera unión de países con vocación supranacional. Sin desdeñar el interés
económico evidente que de ambas materias se deriva, lo cierto es que aquella
Comunidad Europea del Carbón y del Acero demostró sensibilidad social y afán
democrático en sus planes fundacionales. Pudo ocurrir que en ello influyera la
memoria cercana de las grandes guerras o que el aroma procedente del otro lado
del muro condicionara voluntades políticas. Pero lo que ha sucedido después es
que la construcción de la Unión Europea, hasta llegar a nuestros días de
confusión y escepticismo, ha progresado curiosamente en sentido inverso al
valor del que hoy disfrutan lo social y lo democrático, así como al peso
menguante en nuestras economías de aquel carbón y de aquel acero. Dicho de otro
modo y sin melancolías, podemos afirmar que la renuncia que Europa ha hecho de
su potencia industrial en beneficio del sesgo puramente financiero, es decir,
la mutación de la economía real en especulativa, cediendo la capacidad
productiva sobre todo a los países emergentes, se corresponde fielmente con la
pérdida de importancia del modelo social y democrático en el continente. Puede
ser atrevido, pero al lado de otras consideraciones de raíz ideológica,
económica o política, parece oportuno atender a este hecho: la pérdida de
capacidad industrial acarrea también el derrumbe de algunos fundamentos
europeos para convertirnos en seres desconocidos y sin rumbo. Por eso en una
provincia como la nuestra, donde nunca se produjo una revolución industrial y
donde el poco carbón que nos queda está siendo absurdamente sacrificado, el
sentido social y democrático será siempre una asignatura pendiente. Mucho más
todavía en estos tiempos de cotización universal a la baja y de
emprendimientos.
Publicado en La Crónica de León, 28 junio 2013
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