Retornando
a las fuentes, María Moliner inevitable, confirmamos que transgredir era y
sigue siendo, amen de quebrantar, violar y vulnerar, sobre todo desobedecer una orden, ley,
etc., de cualquier clase. Entrados para más
precisión en las enciclopedias y en las redes, descubrimos que aplicada esa
acción al mundo de las artes constituye un acercamiento a la rebeldía, de tal
manera que el arte transgresor es aquel que, yendo más allá de lo
establecido, nos hace tambalear el concepto de lo que para nosotros es arte
tradicional. Se le hace sinónimo incluso de
arte shock y hay quienes por fin
se atreven a afirmar que se trata de un valor en el arte del siglo XX.
Este
último dato es fundamental, a nuestro modo de ver y de pensar: la transgresión
como algo propio del pasado siglo, pues en él tuvo su embrión, desarrollo y
esplendor. ¿También su ocaso? Posiblemente sí, y lo que ahora se extiende hacia
la nueva centuria no sean más que cenizas transgresoras que apuran al máximo el
lema del gran rompedor Alister Crowley: “Haz lo que quieras”. En tal caso, de
compartirse esta tesis, lo que habrá que preguntarse es cómo continuar
transgrediendo en este siglo XXI, en la edad poscontemporánea en la que
habitamos. Y una sola es la respuesta: hoy la transgresión pasa por la
recuperación de la norma.
Frente
al imperio digital de esta edad, una revista en papel, aunque sea un fanzine
transgresor, es doblemente trangresión porque supone una vuelta a lo normal, es
decir, a la norma de la escritura y de la lectura mediante la edición comme
il faut. No podemos encontrar muestra más
evidente de tal proceso que esta publicación que sujetan ahora las manos de un
lector o de una lectora, en lugar de emitirse por impulsos luminosos a través
de una de las innúmeras pantallas que nos envuelven y amortiguan. De este modo,
si seguimos el rastro en otros ámbitos, nada tan transgresor como reivindicar
la línea clara en lugar del graffiti o el vinilo frente al byte; nada como
recrearse en la inmaculada blancura de las indumentarias en Wimbledon para
desterrar el colorido fosforescente y de dudoso gusto que hoy visten los
tenistas; nada como la lentitud contra la velocidad o la enfermedad como
remedio de la salud.
Es
la hora, pues, de dejar de lado esas cosas de Zapico y volver a leer a Neruda u
otros versos clásicos. Mejor aún, llegado es el momento para escapar de todos
esos rituales poéticos tan de moda y tan poco transgresores en verdad:
performances, ágoras, vídeo-clips, procesiones, fusiones, espectáculos y otras
encrucijadas de poetas con sede en los museos (que, por cierto, son la
anti-transgresión). No, recuperemos como norma la lectura apartada e íntima en
el sillón orejero. O mejor todavía, seamos peripatéticos, ambulemos por
nuestros pasillos privados entonando versos y recuperando el ritmo perdido por
la poesía transgresora que tanto daño ha hecho a la poesía. Hagamos causa de la
norma literaria y del canon, nuestra guía. Y sobre todo no nos dejemos tentar
suponiendo que la red es la vanguardia. Como señala Cesare Gaffurri, “Tenemos muchos genios, muchos que en 140 caracteres han
logrado dominar el mundo y ganarse a miles de seguidores. Sin embargo, el
tuitero del siglo veintiuno piensa o cree que, por alguna razón, es un poeta y
que, gracias a 140 caracteres, ya hace literatura, y de la mejor”.
No
hay términos medios y es preciso militar en uno u otro lado del tiempo, es
decir, de la norma o de lo anormal. Y mear contra el viento hoy sólo es
posible, como antaño, si se ha atravesado navegando el Cabo de Hornos. Todo lo
demás son poses enmohecidas y, además, nos salpicamos.
Publicado en Meando Contra Viento 4, mayo 2014
y en Tam Tam Press, 11 junio 2014
y en Tam Tam Press, 11 junio 2014
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