La
tragedia del náufrago es inabarcable. Tanto que nos es imposible situarnos en
su lugar. Poco importa que el espacio por el que deambula sin rumbo sea un
desierto o un océano. Su relato conmueve, pero no contagia; nadie quiere para
sí esa historia desoladora. Y asusta hasta tal extremo que su supervivencia nos
parece mucho más que heroica, casi admirable, a pesar de que no la
comprendamos. Nuestro único deseo es que no nos alcance una fatalidad
semejante.
Sin
embargo, todo naufragio y su posterior peripecia tienen también una lógica
aplastante. El náufrago siente miedo, ésa es su principal emoción. Cuando
consigue acostumbrarse a ella, le sucede la nostalgia por la que era su vida
corriente y piensa que podrá recuperarla. Luego, ocurren episodios de ansiedad,
crisis de pánico y retahílas de maldiciones. No acepta lo que le ha ocurrido
precisamente a él, pero sabe que no tiene otro remedio que resistir. El
horizonte es siempre el mismo, como una prisión sin muros y sin límites. En él
busca señales que no llegan. La desesperación día a día es creciente, nada hay
nuevo en el paisaje. Aunque recuerda cómo llegó allí, esa memoria se desvanece
con facilidad ante el infortunio y la adversidad irremediable. El náufrago sabe,
además, que sus fuerzas son las que son y que llegará un momento en que
acabarán por abandonarle. Ésta es una condena más que se suma a la del entorno.
El agotamiento.
En
ese preciso instante es cuando sobreviene la irrealidad del espejismo. Tiene una
explicación física, cuentan, pero es la necesidad del desamparado la que la
alienta. No deja de ser una ilusión óptica, nos decimos, y no entendemos cómo
el náufrago cree ver oasis o islas donde sólo hay arena y agua salada. El caso
es que a él no le quedan ni reservas ni argumentos racionales. Ya sólo cree lo
que quiere creer. Entonces, con las pocas fuerzas que le quedan y sus muchas
ilusiones, se levanta ceremonioso, se acerca a la urna, toma inocente la
papeleta y vota solemnemente. Como procede.
Publicado en La Nueva Crónica, 19 mayo 2015
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