Se
sabe que, por regla general, no hay mejor árbitro que el que pasa desapercibido
durante el juego. Es decir, que ejerce su autoridad sin apenas hacerse notar,
consciente de que el protagonismo es de otros y de que las reglas se aplican
sin soberbias ni aspavientos.
No
piensa ni actúa así nuestro Gobierno, casi ninguno de nuestros gobiernos cuando
se entretienen con el binomio libertad y seguridad. Para ellos lo que importa
es la ostentación del poder y de las herramientas que lo sirven, el
exhibicionismo desproporcionado frente a la evolución corriente y moderada de
los acontecimientos, la notoriedad pretoriana ante la miseria doméstica de la
ciudadanía. Nadie se podía esperar, más bien todo lo contrario, que con lo que
ha caído y sigue cayendo el comportamiento de las gentes fuese tan ejemplar,
tan democrático, tan débil incluso en sus formas. Tan pacífico. Por contra,
nunca hubo, en tiempos digamos constitucionales, una conducta más altisonante
por parte de quienes nos gobiernan y de todas sus tropas. Como si a falta de
acción se necesitase provocación.
El
último eslabón de la cadena entrará en vigor mañana mismo: la Ley de Seguridad
Ciudadana y la reforma del Código Penal. Como poco se trata de dos muestras de
cómo el árbitro ha decidido enseñorearse del juego y otorgarle otros patrones
bien diferentes a los que le son propios. Para empezar, violentándolo o dándole
apariencia de violento, lo que acabará por desnaturalizarlo. Para seguir,
exagerando las infracciones para hacer de todos los jugadores unos sospechosos
a los que hay que someter, en lugar de garantizar sus buenas maneras o sus
lícitas picardías. Para finalizar, blindándose a sí mismo y a sus centuriones,
que al cabo parece ser lo único importante del torneo.
Es
lo típico de los malos jugadores y de los peores árbitros: combaten sus
complejos a través del sometimiento de los otros. Se hacen notar sin necesidad.
Humillan. No saben jugar y hacen del deporte de la vida el juego más aburrido e
inseguro.
Publicado en La Nueva Crónica, 30 junio 2015
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