No se trata de que el Espíritu Santo nos conceda la facultad milagrosa del don de lenguas para conseguir hablar múltiples idiomas. Nos conformaríamos con hablar bien, con no someternos a ese disparate de lenguaje público, oral o escrito, que arruina la comunicación. Nos conformaríamos con superar ese límite de entre 1.000 y 1.500 palabras que solemos usar los hispanohablantes, sólo un 5% de las que presumiblemente conocemos. Nos conformaríamos con hablar o al menos comprender alguna lengua más que la materna. Nos conformaríamos con respetar y valorar el conjunto de lenguas que se hablan en España e incluso otras no propias.
Esa actitud ante el uso de las lenguas, lamentablemente poco común, se podría fomentar de forma bien sencilla. Bastaría, por ejemplo, con que en la escuela se incluyeran unas mínimas nociones acerca de las otras lenguas de España, lo que permitiría familiarizarse con ellas desde edad temprana, combatir lugares comunes sobre su uso e incorporar a nuestra cultura términos básicos en esos registros, como el saludo, por ejemplo, los diez primeros números o alguna canción. Si, a continuación, los gobiernos acordaran que las diferentes cadenas televisivas autonómicas fuesen de acceso universal y abierto en todo el territorio, se mostraría un pasillo de conocimiento mucho más amplio, aunque sólo fuera para satisfacer un mínimo de curiosidad. Y, por último, si en todas las escuelas oficiales de idiomas se ofertase poco a poco la posibilidad de estudiar gallego, catalán o euskera, mucho cambiaría el paisaje general.
En fin, la Filología hace mucho daño, como puede observarse. Incluso, llegados a una edad, produce delirios como los aquí comentados. Ello no impide reconocer que las lenguas están vivas y esa vida produce por lo general evoluciones hacia nuevas realidades lingüísticas. Si lo pensamos detenidamente, reconoceremos sin gran esfuerzo que al fin y al cabo en el conjunto de esta península y mucho más allá no hablamos otra cosa que un latín vulgar.